jueves, diciembre 23, 2010

.ahora sólo faltaba.

Cuando regresé de Paraguay tras mi estancia como cooperante, poco o nada había cambiado. La tarde siguiente a mi llegada fui a buscar una bicicleta de paseo, me negaba después de seis meses sin coche a volver a recurrir a él. Compré algo de cena en el restaurante chino de enfrente de casa y me atreví con los palillos. Ventilé el piso. Desempaqueté las copias de toda la filmografía de W. Allen y la coloqué junto al espacio reservado para la nueva librería. Mañana volvería a mi antigua habitación a por los libros. Tras beber, con el agua sobrante de mi botella, regué la planta que mi madre me había regalado tras mi vuelta, y la ubiqué en un lugar reservado para su buen crecimiento. Abrí el portátil y puse a Zahara para que me acompañara. Luego recuperé todos aquellos textos a medias, los olvidados, y repasé algunos que habían gustado en la red. Apunté en un pos-it el nombre y número de aquella joven editora recomendada por una compañera cooperante de Barcelona. Le prometí el primer ejemplar firmado si salía a la luz, y otro tipo de favor o recompensa. Ya se discutiría entre vino y risas. Saqué casi todo mi vestuario del armario, por fin acepté que tenía demasiada ropa, demasiados zapatos, relojes… demasiado de todo y tanto de nada.



Hojeé la oferta cultural: concursos de literatura, conciertos pop-rock, espectáculos de teatro, exposiciones de arte… eso me recordaba lo de las pinturas y los lienzos. Otro pos-it: caballete y pinturas. Sacar del baúl ¡ya!
Conciertos para esta semana: Sala Joy Eslava. Lori Meyers. 21.30 h. ¡Perfecto! Ahora sólo me faltaba encontrar el móvil, encenderlo, leer todas las llamadas y mensajes acumulados en la bandeja de entrada, y buscar tu nombre en la agenda… ahora sólo faltaba que siguieras esperando esa llamada.

jueves, diciembre 09, 2010

El día que murió Marilín

Me senté a ver pasar el tiempo. Ése que cuando me sobra, me estrangula. En aquel café de espejos, el asiento más cómodo era el de los libros sobre las manos de aquellos desconocidos, los mismos que se citaban, indistintamente cada día, para leerse y no dirigirse ni una sola palabra. Éstas sólo resonaban en las mentes disfrazadas de gente de aspecto bohemio, mezcladas con cafés de sobremesa, solos, cortados, con leche, rara vez manchados. El tiempo pasaba y me asfixiaba. Las inspiraciones y respiraciones perturbaban la lectura silenciosa de los allí presentes. En mi cabeza, casi les oía decir: ¡llévate de aquí tu inestabilidad emocional, vomita esa afectividad acumulada o clama un abrazo sincero!

Pasado el tiempo, acabado mi café y desnudada la chica de enfrente, me dispuse a empezar un nuevo libro. Aquella tarde llevaba dos ejemplares. El que me había acompañado (y terminado) durante los viajes en metro hasta el café y el que pretendía iniciar “El día que murió Marilín”.