domingo, mayo 25, 2008

La chica del bus

- No. Voy en bus.
- …
- Porque sí.


Pocas veces sé en que día vivo.

- Sí, es lunes. Eso si lo sé. Pero día del mes digo...

Miro el calendario que más a mano tengo. Normalmente, el que viene en el móvil. Después de conectar la alarma para nunca levantarme es lo que más uso, el calendario. Ver pasar los días en él y no saber que día es. Poner la alarma, despertar sin ti y alarmarme de otro amanecer en el que no estás y sin saber qué día es.

Un billete para Madrid a las…

- Sí, otra vez a Madrid. Tengo entrevistas. ¿Qué te pensabas que iba por amor?

Asiento 26. El bus está medio vacío o medio lleno. Me siento en el 29, ventana, para ir solo. Mejor que mal acompañado.
Durante incontables paradas voy ocupando asientos que no son el mío. Esta vez la pausa del camino es para comer. O para retrasarnos otro ratito. Veinte minutos escasos. La gente come rápido, quiere llegar ya. Sube todo el mundo y quedo de los últimos. Vuelvo al asiento que no me pertenece. Allí, una chica ocupa ese asiento. Puede ser el suyo. Así que ocupo el del lado del pasillo.

- ¿Prefieres ventana? – me pregunta educada.
- No, no te preocupes. – respondo igual de educado.

Creo que es la morena que estaba antes delante de mí. Sí, es ella. En la parada anterior se le sentó al lado un “mal acompañante”. Suele pasar. Nadie quiere viajar al lado de alguien que fuma, y aún menos cuando en el bus está prohibido hacerlo.

Normalmente viajo solo. Tengo suerte, supongo. Si no me toca la típica persona mayor. Siempre mujer. Y sí, suena muy típico pero es así.
Reanudamos el viaje. No puedo evitar observarla. La tengo demasiado cerca. Es inevitable. Ella hace lo mismo. Intercambiamos pausas para observarnos. Cuando se te sienta alguien al lado, o te toca porque el bus está lleno, la intención de uno es ir a lo suyo y hacer creer que tener un desconocido a diez centímetros de ti durante cinco horas es algo normal. Y lo es. Salvo en los viajes que duran menos de cinco horas.

Ojos grandes, enormes, soberbios. No aprecio el color, pero oscuros son. Su pelo es largo, moreno, algo rizado. Me resulta despeinado. Observo sus manos y en sus dedos veo sus ojos. Sus uñas son de purpurina. En sus ojos su piel es fina. En los míos, morena. Oscura, negra. Como sus ojos en mi cabeza, grandes y negros. Me parece perfecta.

Un “love” de corazón lleva por almohada. Un corazón rosa con esa inscripción. En su ropa detalles “pink” son una constante, resulta cursi. Yo también debo serlo porque lleva un corazón por almohada y me parece una monada.

Le acompaña “La casa de los espíritus” de Allende… cuando yo me leí ese libro ella estaba aprendiendo a leer. Durante el camino, apenas lee. Lleva diez páginas escasas. Prefiere el móvil. Lo manosea. Llama y mensajea. A ratos cabecea. Quiere dormir mientras escucha su música, quiere dormir.
En una de sus muñecas viste nueve estrellas iridiscentes de pulsera.

Tiene frío. No se pone la sudadera rosa, se arropa con ella. Cubre sus pechos. Son como sus ojos. No le asustan los túneles ni las bajadas empinadas. Quiere dormir.

Nuevamente hacemos un stop en el camino. Los asientos que ocupamos ya estaban reservados, así que nos levantamos. Me pierdo en el estrecho pasillo del bus. Me encuentro. Hay libre un asiento. Y otra vez pasillo. En la ventana, ella también. Me encantan los pasillos. Hago recuento. Y sé que ya no habrá más paradas. Asientos 23, 25, 27 y 29. Las ventanas son los impares. Es lo que ella prefiere pero se pierde el paisaje.

Lleva una vaca con ruedas por maleta. En sus pies, guantes de calcetín y sus deportivas de Roxy y pink.
Visionan una película en el bus. La última vez que bajé pusieron el mismo film. Me fijo en sus auriculares. Son curiosos, casi tanto como yo.


- ¡Ah! Y la chica rubia del asiento del otro lado del pasillo es clavadita a mi ex-.

martes, mayo 20, 2008

De Ninive a Clandestina pasando por Galamina

"La historia que les voy a contar tiene un principio -como todas -, pero aún no tiene un final." Y aún no lo tiene porque acabo de empezar. Y quizás no lo tenga, quizás acabe con puntos suspensivos… me gustan los tres puntos. Abuso de ellos. Demasiado. Son como yo. Suspensivos. Traidores y llenos de pasos atrás.

La historia que les voy a contar tiene un principio y es real. Empieza así. Terminando un relato a medias, sin final. La historia que les voy a contar tiene un principio y de momento este principio se repetirá, y mientras lo haga no dejaré de teclear.

La historia que les voy a contar tiene un principio y en todas las historias es igual. Todos controlan como empezar pero pocos saben o esperan como terminar. Pasa así en el mundo de ElCuentaCuentos. Hoy, más que nunca, todas las historias tienen un mismo principio. Hoy, más que nunca, empiezan todas igual pero no terminan, no acaban, aún no tienen final. Muchas lo tendrán. Otras no quieren tenerlo y la mía, como te dicho antes, acaba de empezar.

La historia que les voy a contar tiene un principio. Comienza leyendo a Carlos ("Ninive"), y no su relato sino su comentario en mi blog. De allí, cojo un avión y vuelo a su espacio. Aterrizo y veo un mar de historias. La más infinita me cala y navego por ella dejando un rastro de leve espuma, de palabras que se ahogan para que sean interpretadas por los náufragos confundidos por la bruma. "Espejismo de luna llena" se llama. Alucino literalmente. Releo para entenderme. Me entiendo, y escribo para que me comprendas. Pero suena mejor en mi cabeza. Quiero ser espejismo de luna llena. Quiero estar en la mente de Carlos. Ser lo único objetivo dentro de tal subjetividad. Quiero entender y no equivocarme. Quiero estar lleno de lunas vacías. Luego vaciarme de lunas para que éstas vuelvan a estar llenas. ¿Y yo? yo me iré con las mareas. Y si no leen a Carlos no entenderán el espejismo de mis letras. Ni las suyas. Su historia tiene el mismo principio -como todas -, pero aún no tiene un final.

Leo a Galamina. Su historia empieza igual. Tiene el mismo principio. Ella tampoco tiene aún final y lo que cuenta me suena a verdad, mi ilógica e "irracional" verdad. Y si no me creen, lean su historia del viernes nueve. Su entrada y mi comentario de salida. Que leas esto y lo entiendas, o no, porque da igual. Eso es lo irracional. "Puedo llevarme horas así, describiendo esto. La misma situación una y otra vez. Un bucle de mentiras, engaños y pasos atrás. Porque no existe un final y nunca existirá". Fíjense lo que dice Galamina. Y a mi historia le viene genial, son palabras que yo mismo podría utilizar. Esta chica me puede, ella sabe que me puede. Yo estoy "esquivando la tentación", pero me puede. Y podrán imaginar, mal pensar y hasta criticar… pero no saben que nos une y con esto puedo hasta vacilar, a vosotros haceros dudar y a ella dejarla sin su final. Y es que esta chica me puede. Quiero ser protagonista anónimo, si me dejan. Quiero ser un cualquiera, alguien más, o alguien menos. Alguien que le está de más o alguien que le echa de menos. Y con esto puedo hasta vacilar pero ya saben que me puede y es algo que no logro remediar. La misma situación una y otra vez. Porque no existe un final y nunca existirá.

De Galamina con fondo verde, al fondo oscuro de Clandestina. Y lo sé, soy un chico fácil como mis rimas. Pero está salió sola de una esquina. La que hace la "sombra blanca" de la habitación de Clandestina. O de la mía. Quién sabe.
Deambulo por su blog. Es nuevo para mí. Ella lo es en ElCuentaCuentos, y huele a eso, a novedad. Y huele bien, para que os voy a engañar. ¿A qué huelen las sombras blancas?, ¿Existe el desnudo sideral? Me crea dudas, interrogantes a los que sin conocerla remediaría para trasnochar… darle soluciones absurdas, teorías imposibles de práctica, hipótesis fugaces que se corroborarán en los astrolabios de todos los que piden deseos a estrellas que nacen de conjeturas y suposiciones en un espacio negado al amor, vacío. Como yo. Sin luna llena. De amor vacío. Sin los labios, sin los astros. Desnudo yo ante ella, lejana, sideral. Otra vez alucino. Parece por momentos que deliro, y como la vida doy vueltas, como tu planeta, giro y giro buscando un enlace, un vínculo útil para que guste lo que escribo, para que sus protagonistas lo entiendan, y le den a la historia el sentido que en mi cabeza, y a partir de una frase, había nacido.

Y lo avisaba. Esta historia aún no tiene final porque la dejo como empezaba: la historia que les voy a contar tiene un principio -como todas -, pero aún no tiene un final…


* * *

Más historias con el mismo principio en ElCuentaCuentos

sábado, mayo 17, 2008

Descalza

- ¡Perdona!, ¿tienes hora? el autobús está a punto de llegar y no sé de que color ponerme los zapatos. - me pregunta. No lleva reloj. No tiene clara la hora ni de sus zapatos el color. No sabe que sus ojos tienen el matiz, la tonalidad, la coloración perfecta. Su mirada llena de pisadas sin hora dejó su huella en mí, para siempre, eternizada, como el tiempo que no para, en mi mente.
Aquella noche, el autobús tardó en llegar. Cuando por la parada la vi asomar su destino también tuvo que esperar.


Su pelo largo y liso le tapaba medio rostro. A veces, lo dejaba ver con un simple gesto, o con una pasada de su corto dedo índice por la autopista de su frente. Hombros delicados, descubiertos, acompañando a su transparente cuello. No estoy dormido pero me parece un sueño. Se viste elegante con un vestido negro ajustado, tanto que envidio sus telas. Algún botón de complemento. Me siento cosido, deseoso de ser abrochado por momentos. Cinturón ancho, casi dilatado descansa en sus caderas, redondas como sus botones, me creo loco pero tengo razones. Y a esa altura se esconde su ombligo. Me excito de pensarlo, de creer que la persigo. Sus rodillas perfectas. Inolvidables. No llevaba medias, su piel tiene el color de mi vida, de la más imperdonable. Además, es fina y tersa. Se decide por un tacón de aguja que se clava en mi pecho, ocho milímetros incrustados en mi ventrículo derecho. Zapato picudo. Me imagino mi nariz hundida en su felpudo. El color como yo, rojo pasión. Esclava discreta, mía y, de sus muñecas. Pendientes de bola tersa, como sus piernas, como yo, pendiente de ellas. Su boca capitaneada por sus labios, también rojos pero mucho más discretos que su brazalete, esclavo me vuelvo de sus muñecas. Decide descalzarse. Camina con pies desnudos por mis pisadas, camina hacía su final. Por un momento siento calor, hacía tiempo de esta sensación.
Un lunar en su mejilla izquierda se encuentra rodeado de pequeñas marcas de la varicela.
Contagiado, con fiebre y erupciones cutáneas podrían ser los síntomas de haberme enamorado, pues me siento enfermo e infectado, y sé de que hablo.

Pasan los minutos y a lo lejos una luz parpadeante, las 00:00 horas, se encargan de deshacer el momento. Se rompe en pedazos cualquier mágico instante y se reabre un camino en el que el tiempo y sus zapatos ya no se darán la mano.

- Sube - le digo mirándola a los ojos-, yo te acompaño.

Le cojo su mano, aún está caliente. Seguro de mí mismo, le muestro el camino a su lecho.


***

A cuatro manos, dos mentes, una misma historia, dos personas viviéndola.

La chica descalza.


JuAntonio y JarA

lunes, mayo 05, 2008

El cuento de un cuentista (un final)

Eran las 00:00 horas exactas cuando dejó en el suelo la bolsa de viaje que portaba. Se quedó mirando de frente el bus que lo llevaría hasta su destino. Coger un avión requería de mucho tiempo y de más dinero. Ir en tren dependía de ajustarse a unos horarios bastante limitados y/o de hacer trasbordo, lo cual no le convencía demasiado ya que perdería mucho tiempo en el camino y lo que el quería era estar lo antes posible junto a ella.
Se había creado una carpeta de música especialmente para este viaje. Todas canciones que había compartido en algún momento. Algo de Quique González, Luís Ramiro, lo último de Iván Ferreiro y ECdL… en un momento del viaje, en su mp3 se oía a Carlos Chaouen, pero su cabeza trastocaba la letra de la canción a su antojo.

- “De Huelva a Madrid sólo hay un cacho y desde ti hacía mí no salen barcos…” -canturreaba pensando en ella continuamente.

Había pasado un mes sin apenas saber de ella, y sin embargo sólo habían transcurrido escasas horas desde que leyó aquel mensaje vía messenger. Casi en las mismas horas estaría en Madrid, a su lado, ocupando su espacio y su vida, invadiendo su mente y su cuerpo.

Bajó del bus. Había recorrido seiscientos veintiocho coma cinco kilómetros en seis horas y cuarenta y siete minutos. Para él no era una gran distancia, no era tanto tiempo, pero el cansancio provocado por la incomodidad del bus y el estado de nerviosismo que habitada en su reloj interno fue suficiente para que le diera la sensación de sufrir de jet lag.
La inmensidad de Madrid, el vacío lleno del tráfico, la gente corriente en el metro, los ruidos, de arriba y de abajo… pero sobre todo, sus ojos le trastornaron demasiado. Hacía unas horas estaba sentado en la silla de su habitación eliminándose de las cadenas de correos electrónicos reenviados, leyendo historias, creando la suya propia y cambiando su rutina por un parpadeo anaranjado. En cambio ahora…

- ¿Metro o cercanías? -le dijo sonriendo-
- Me da igual. ¿qué es más divertido? -preguntó sabiendo que a partir de ahí empezaría la diversión-
- El bus. -contestó ella con la particular ironía que la caracterizaba-
- Pues cercanías que está más cerca. -dijo él queriendo seguir con las bromas-

Desde la misma estación de Méndez Álvaro accedieron al andén del cercanías que les llevaría a casa. En aquellas vías, casi sin darse cuenta, le vino al recuerdo el fatal suceso de aquel once de marzo. Sus bellos quedaron como escarpias, y más aún cuando ella le dijo que el mismo tren en el que estaban era el que venía de la estación de El Pozo aquel fatídico día. Ambos quedaron en silencio un largo rato.


Llegaron a su casa. Ático discreto en pleno centro de Madrid. Vistas al mar que le daban un no sé qué, que qué sé yo. No tenía, como yo ahora, palabras. Todo en aquel espacio estaba en lo que llaman un desorden ordenado. La cama arriba, el sofá abajo. Un pequeño escalón que dividía la caja de zapatos en dos. Escaleras automáticas propensas a caídas, personales y de fregona. La espaciosidad el baño se confundía con la timidez de la cocina. Allí los guisos se hacían bajo estricta referencia bibliográfica junto a un callejero gigantesco de Madrid, libros, propaganda de restaurantes, promociones de galerías de arte, revistas de moda que no incomodan, cds de artistas de renombre y otros jamás nombrados, vinilos despintados, posters doblados, bolsas con cajones y cajas apiladas con bolsas encajonadas. Cocer un huevo para hacerlo duro era tan difícil como encontrar algo concreto en las páginas amarillas sobre áticos de nieve en un desierto.
De esquina, donde se hace curva, una puerta se abría hacía el país de las maravillas. En perchas de madera colgaban sus vestidos y entre ellos, sus camisas perdidas.

- ¡Tus camisas entre mis vestidos! –exclamó con cara difusa por el espasmo y el desconcierto de sentir la más dura e inimaginable invasión de un espacio que siempre había compartido con su soledad, a solas, sin más-

Sí. Allí estaban sus camisas. Dejadas caer entre sus vestidos, confundiéndose. Su cepillo de dientes ya tenía un amigo. La bolsa de viaje vacía encontró un lugar para permanecer unos días y él, con todo su ser, literalmente se instaló casi sin querer.
Y aunque ninguno de los dos lo sabía, y ustedes aún no lo sepan, “siete de tres” son los días que perduró sin querer.

Y hubo días que pasaron como las prisas de una ciudad que marea. Había pasado más tiempo del esperado asomado, viendo el mar desde lo lejos. Caídas de estrellas fugaces que se fugaban cada noche cuando la luna les molestaba en la altura infinita y acogedora de su cama. Hubo mañanas que la veía llegar tras el cristal con el crujir de la puerta y la oía desvestirse deseando que entrara en el amanecer de sus noches sin luna, desnuda. Un beso repetido y una pasada de un palmo de vida por su cara le hacían sentir el más pobre y afortunado pez con alas, de esos que nadan en la inmensidad del océano pero ansían volar bañándose entre las nubes y claros del cielo.

Y es que lo tenía todo. Ella es una chica peculiar. Por eso le gustaba. En poco tiempo se dio cuenta de ciertas curiosidades, detalles que le atraían especialmente, aspectos de la vida de las personas que ni aunque te lo cuenten puedes imaginarlos. Le encantaba su manía de colocar bien sus braguitas por debajo de la minifalda. El detalle de sujetar el tapón del frasco de perfume de Calvin Klein a modo de dedal mientras lo tomaba con la mano izquierda para refrescarse antes de ir a dormir. Su particular obsesión de que siempre había alguien que la mira por la calle, que posa sus ojos en ella. El día que llegó sus ojos se posaron y quedaron cazados como un jilguero en una rama de liria.

Conocimiento. De eso se trató. Además, conocer nuevos sitios en Madrid. Tenía cientos de cosas que ver y que enseñarle. Delicadas quedadas. Comidas soleadas e infinitas miradas en plazas y bocas de metro semiabandonadas. Charlas absurdas que sólo codiciaban risas y más miradas. Pedir las cosas por favor y dar las gracias al camarero fuera del comedor. Una copa de vino, una cerveza fría, un aperitivo y otra comida, por favor. Se conocían. Confesiones tras el espejo de media rebanada de pan de ayer, café solo y agua sin vaso, por favor. Curiosidades. Preguntas y réplicas cuestionadas. Le atraía, le ponía que ella tuviera siempre dos respuestas en la mente. La que le deja a cuadros y la que le empuja contra la pared, le abofetea la mejilla y luego le besa dulcemente. Y sí.


Yo sé que los que han leído el cuento lo han pensado ya, lo están esperando.

Sí, hubo sexo. Antes del amor hay sexo. Y antes de mucho amor hubo mucho sexo. Destrozarse por dentro para acabar marcados por fuera. Los restos de las batallas guardados y hechos una bola con las sábanas, las secuelas de disparos ametrallados en la funda de su almohada, las heridas de caricias ahogadas en los sudores de velas consumidas en la palmatoria de su excitada morada. Inevitablemente, hubo mucho sexo.

Descubrimiento. Los abrazos entre la multitud expectante al cambio de color parecían eternos, pero no. Los semáforos no son eternos, tienen tiempos limitados para unos y otros. Regulaban el tráfico de esa ciudad y también regulaban, en ocasiones, las demostraciones de cariño que de ella despertaban. Los coches pasaban sin cesar, de un lado y otro. Así, por cada una de las avenidas madrileñas. Mientras, los peatones se preparaban para el cambio a verde. Unos manoseaban el móvil, otros escuchaban música en sus modernos mp4, otros aprovechaban la espera para abrir el libro por la misma página que lo había cerrado al salir del metro, ¿y ella?, ella le abrazaba… y algunos les miraban de reojo, con la envidia de no ser ellos los rodeados por unos brazos ajenos, en el borde de una acera, junto a un semáforo en rojo.

Pasaban los días y aquella noche se constató bajo un Cadillac celeste, con dos de la que dicen es probablemente la mejor cerveza del mundo y sobre una servilleta de papel de aquel café que justo entonces aquello “tuvo lugar”. Resultó que tuvo lugar. Y más tiempo del que esperaban. Sí, tuvo lugar. No salió nada como planearon, cada uno en su sitio, se cayeron mitos, rumores e ideas. O no.
Porque no había nada pactado, ni siquiera la relación calentón-polvo. Efectivamente, no hubo pactos. No se pactaron la media de polvos al día porque había días que se quedaban a medias. Como cada conversación, que no tenía fin y se quedaba suspendida en el aire, así los días. Días a medias, conversaciones sinfín...
¿era
todo lo que debía tener lugar?
No, evidentemente no era todo, pero no podían exigir nada más, no debían exigirse nada más. No... Era mejor así. Tal vez. Nunca fue mejor así. Inevitablemente no sabrán cómo debió ser, nunca sabrán si "fue mejor así"... pero era lo que "había tenido lugar" y no hubo pactos... estaba en Madrid y él jamás pactaba sin el mar.


- Y ni siquiera cuando el mar está presente se atreve a decidirlo todo con una partida de ajedrez dónde sale el peón negro del rey. –le dijo ella apuntando de que siempre elije negras para el ajedrez-
- No me hables de ajedrez. Estás en jaque desde que deshice mi maleta y mis camisas colgaban junto a tus vestidos. -contestó como quien avanza con ambos caballos en dirección al flanco de dama.
- Desde que cerré la puerta de mi cuarto de baño y vi tu cepillo de dientes junto al mío. Desde entonces y mucho antes también. -movimiento de la dama negra-
- Mis camisas, mi cepillo de dientes, las copas en la nevera, que me quede bien tu gorro, que Lolita Versace quiera follarme... Y que no me eche gomina... Son sólo avances de mis peones. –un buen jugador de ajedrez sabe dominar la partida con los peones, ocupar el centro del tablero y comer al paso.
- Y para cuando llegue el jaque me habré aburrido de tanto ajedrez y desearé un parchís ("comernos una sola vez y contarlo veinte de lo bonito que nos aconteció") ¿Te acuerdas? -retrocede con su dama y busca las tablas ante un partida perdida-
- ... Me acuerdo, pero yo sólo juego al ajedrez. El que tira los dados es otro. ¿Te acuerdas? - por su cantada ahora la tenía en jaque y el mate estaba cantado-
- Eso va a ser, que tengo memoria de pez. -renunció a la partida
- Será... -checkmate-

Una tarde, él paseaba a solas por las calles del monopoli haciendo el obligado turismo monumental. Deambulaba por paseos sin árboles, se perdía en bulevares y sorteaba estaciones de metro sin rumbo fijo, sólo por acuchillar el tiempo. Larga caminata, infinita avenida poco avenida por lo que en breve le aconteció.
Caminaba por el callejero cubriendo del todo su rostro y su mirada al frente inútil de ver más allá de colores, líneas finas y arterias de vías de una ciudad sin descifrar. Andaba siguiendo los dibujos de las aceras, pendiente del ruido de coches y semáforos. Un auricular colgaba del cuello de su sudadera, también llegaba a oír la voz de Quique, le sonaba “a cara de perro”. Accidentado en un instante, el choque humano “tuvo lugar” junto a un banco bien avenido esta vez. Cayéndose el plano al suelo, él al banco y ella a sus pies. Los nervios del susto por el tropezón absurdo invadieron cada una de las calles de colores del callejero arrugado por la doblez en una docena de partes rectangulares. Tan recto el ángulo, tan llano se volvió. Coincidiendo las miradas. Los perdonas se alternaban. Lo siento se decían. Iba distraído. Y yo. Y yo. De veras que lo siento. No te preocupes. Sonreían.

- ¡Oye! Tú no eres de Madrid, ¿verdad? -le preguntó curiosa-
- Supongo que el mapa y mi acento me delataron, ¿no? -bromeó-
- Pues sí. -se rió sin apartar su mirada de sus ojos- Mi nombre es Johana. ¿De dónde eres?
- ¿Johana? –dijo embobado-


Hipnotizado por su rostro, aquellos labios pronunciados, su mirada inocente de ojos rasgados y profundos, su larga melena oscura brillante como el sol de aquella tarde y de un lado a otro de su mente, chocándose, sin querer, el nombre de Johana resonando en forma de canción…

- Ya tengo historia para el siguiente cuento.