lunes, mayo 05, 2008

El cuento de un cuentista (un final)

Eran las 00:00 horas exactas cuando dejó en el suelo la bolsa de viaje que portaba. Se quedó mirando de frente el bus que lo llevaría hasta su destino. Coger un avión requería de mucho tiempo y de más dinero. Ir en tren dependía de ajustarse a unos horarios bastante limitados y/o de hacer trasbordo, lo cual no le convencía demasiado ya que perdería mucho tiempo en el camino y lo que el quería era estar lo antes posible junto a ella.
Se había creado una carpeta de música especialmente para este viaje. Todas canciones que había compartido en algún momento. Algo de Quique González, Luís Ramiro, lo último de Iván Ferreiro y ECdL… en un momento del viaje, en su mp3 se oía a Carlos Chaouen, pero su cabeza trastocaba la letra de la canción a su antojo.

- “De Huelva a Madrid sólo hay un cacho y desde ti hacía mí no salen barcos…” -canturreaba pensando en ella continuamente.

Había pasado un mes sin apenas saber de ella, y sin embargo sólo habían transcurrido escasas horas desde que leyó aquel mensaje vía messenger. Casi en las mismas horas estaría en Madrid, a su lado, ocupando su espacio y su vida, invadiendo su mente y su cuerpo.

Bajó del bus. Había recorrido seiscientos veintiocho coma cinco kilómetros en seis horas y cuarenta y siete minutos. Para él no era una gran distancia, no era tanto tiempo, pero el cansancio provocado por la incomodidad del bus y el estado de nerviosismo que habitada en su reloj interno fue suficiente para que le diera la sensación de sufrir de jet lag.
La inmensidad de Madrid, el vacío lleno del tráfico, la gente corriente en el metro, los ruidos, de arriba y de abajo… pero sobre todo, sus ojos le trastornaron demasiado. Hacía unas horas estaba sentado en la silla de su habitación eliminándose de las cadenas de correos electrónicos reenviados, leyendo historias, creando la suya propia y cambiando su rutina por un parpadeo anaranjado. En cambio ahora…

- ¿Metro o cercanías? -le dijo sonriendo-
- Me da igual. ¿qué es más divertido? -preguntó sabiendo que a partir de ahí empezaría la diversión-
- El bus. -contestó ella con la particular ironía que la caracterizaba-
- Pues cercanías que está más cerca. -dijo él queriendo seguir con las bromas-

Desde la misma estación de Méndez Álvaro accedieron al andén del cercanías que les llevaría a casa. En aquellas vías, casi sin darse cuenta, le vino al recuerdo el fatal suceso de aquel once de marzo. Sus bellos quedaron como escarpias, y más aún cuando ella le dijo que el mismo tren en el que estaban era el que venía de la estación de El Pozo aquel fatídico día. Ambos quedaron en silencio un largo rato.


Llegaron a su casa. Ático discreto en pleno centro de Madrid. Vistas al mar que le daban un no sé qué, que qué sé yo. No tenía, como yo ahora, palabras. Todo en aquel espacio estaba en lo que llaman un desorden ordenado. La cama arriba, el sofá abajo. Un pequeño escalón que dividía la caja de zapatos en dos. Escaleras automáticas propensas a caídas, personales y de fregona. La espaciosidad el baño se confundía con la timidez de la cocina. Allí los guisos se hacían bajo estricta referencia bibliográfica junto a un callejero gigantesco de Madrid, libros, propaganda de restaurantes, promociones de galerías de arte, revistas de moda que no incomodan, cds de artistas de renombre y otros jamás nombrados, vinilos despintados, posters doblados, bolsas con cajones y cajas apiladas con bolsas encajonadas. Cocer un huevo para hacerlo duro era tan difícil como encontrar algo concreto en las páginas amarillas sobre áticos de nieve en un desierto.
De esquina, donde se hace curva, una puerta se abría hacía el país de las maravillas. En perchas de madera colgaban sus vestidos y entre ellos, sus camisas perdidas.

- ¡Tus camisas entre mis vestidos! –exclamó con cara difusa por el espasmo y el desconcierto de sentir la más dura e inimaginable invasión de un espacio que siempre había compartido con su soledad, a solas, sin más-

Sí. Allí estaban sus camisas. Dejadas caer entre sus vestidos, confundiéndose. Su cepillo de dientes ya tenía un amigo. La bolsa de viaje vacía encontró un lugar para permanecer unos días y él, con todo su ser, literalmente se instaló casi sin querer.
Y aunque ninguno de los dos lo sabía, y ustedes aún no lo sepan, “siete de tres” son los días que perduró sin querer.

Y hubo días que pasaron como las prisas de una ciudad que marea. Había pasado más tiempo del esperado asomado, viendo el mar desde lo lejos. Caídas de estrellas fugaces que se fugaban cada noche cuando la luna les molestaba en la altura infinita y acogedora de su cama. Hubo mañanas que la veía llegar tras el cristal con el crujir de la puerta y la oía desvestirse deseando que entrara en el amanecer de sus noches sin luna, desnuda. Un beso repetido y una pasada de un palmo de vida por su cara le hacían sentir el más pobre y afortunado pez con alas, de esos que nadan en la inmensidad del océano pero ansían volar bañándose entre las nubes y claros del cielo.

Y es que lo tenía todo. Ella es una chica peculiar. Por eso le gustaba. En poco tiempo se dio cuenta de ciertas curiosidades, detalles que le atraían especialmente, aspectos de la vida de las personas que ni aunque te lo cuenten puedes imaginarlos. Le encantaba su manía de colocar bien sus braguitas por debajo de la minifalda. El detalle de sujetar el tapón del frasco de perfume de Calvin Klein a modo de dedal mientras lo tomaba con la mano izquierda para refrescarse antes de ir a dormir. Su particular obsesión de que siempre había alguien que la mira por la calle, que posa sus ojos en ella. El día que llegó sus ojos se posaron y quedaron cazados como un jilguero en una rama de liria.

Conocimiento. De eso se trató. Además, conocer nuevos sitios en Madrid. Tenía cientos de cosas que ver y que enseñarle. Delicadas quedadas. Comidas soleadas e infinitas miradas en plazas y bocas de metro semiabandonadas. Charlas absurdas que sólo codiciaban risas y más miradas. Pedir las cosas por favor y dar las gracias al camarero fuera del comedor. Una copa de vino, una cerveza fría, un aperitivo y otra comida, por favor. Se conocían. Confesiones tras el espejo de media rebanada de pan de ayer, café solo y agua sin vaso, por favor. Curiosidades. Preguntas y réplicas cuestionadas. Le atraía, le ponía que ella tuviera siempre dos respuestas en la mente. La que le deja a cuadros y la que le empuja contra la pared, le abofetea la mejilla y luego le besa dulcemente. Y sí.


Yo sé que los que han leído el cuento lo han pensado ya, lo están esperando.

Sí, hubo sexo. Antes del amor hay sexo. Y antes de mucho amor hubo mucho sexo. Destrozarse por dentro para acabar marcados por fuera. Los restos de las batallas guardados y hechos una bola con las sábanas, las secuelas de disparos ametrallados en la funda de su almohada, las heridas de caricias ahogadas en los sudores de velas consumidas en la palmatoria de su excitada morada. Inevitablemente, hubo mucho sexo.

Descubrimiento. Los abrazos entre la multitud expectante al cambio de color parecían eternos, pero no. Los semáforos no son eternos, tienen tiempos limitados para unos y otros. Regulaban el tráfico de esa ciudad y también regulaban, en ocasiones, las demostraciones de cariño que de ella despertaban. Los coches pasaban sin cesar, de un lado y otro. Así, por cada una de las avenidas madrileñas. Mientras, los peatones se preparaban para el cambio a verde. Unos manoseaban el móvil, otros escuchaban música en sus modernos mp4, otros aprovechaban la espera para abrir el libro por la misma página que lo había cerrado al salir del metro, ¿y ella?, ella le abrazaba… y algunos les miraban de reojo, con la envidia de no ser ellos los rodeados por unos brazos ajenos, en el borde de una acera, junto a un semáforo en rojo.

Pasaban los días y aquella noche se constató bajo un Cadillac celeste, con dos de la que dicen es probablemente la mejor cerveza del mundo y sobre una servilleta de papel de aquel café que justo entonces aquello “tuvo lugar”. Resultó que tuvo lugar. Y más tiempo del que esperaban. Sí, tuvo lugar. No salió nada como planearon, cada uno en su sitio, se cayeron mitos, rumores e ideas. O no.
Porque no había nada pactado, ni siquiera la relación calentón-polvo. Efectivamente, no hubo pactos. No se pactaron la media de polvos al día porque había días que se quedaban a medias. Como cada conversación, que no tenía fin y se quedaba suspendida en el aire, así los días. Días a medias, conversaciones sinfín...
¿era
todo lo que debía tener lugar?
No, evidentemente no era todo, pero no podían exigir nada más, no debían exigirse nada más. No... Era mejor así. Tal vez. Nunca fue mejor así. Inevitablemente no sabrán cómo debió ser, nunca sabrán si "fue mejor así"... pero era lo que "había tenido lugar" y no hubo pactos... estaba en Madrid y él jamás pactaba sin el mar.


- Y ni siquiera cuando el mar está presente se atreve a decidirlo todo con una partida de ajedrez dónde sale el peón negro del rey. –le dijo ella apuntando de que siempre elije negras para el ajedrez-
- No me hables de ajedrez. Estás en jaque desde que deshice mi maleta y mis camisas colgaban junto a tus vestidos. -contestó como quien avanza con ambos caballos en dirección al flanco de dama.
- Desde que cerré la puerta de mi cuarto de baño y vi tu cepillo de dientes junto al mío. Desde entonces y mucho antes también. -movimiento de la dama negra-
- Mis camisas, mi cepillo de dientes, las copas en la nevera, que me quede bien tu gorro, que Lolita Versace quiera follarme... Y que no me eche gomina... Son sólo avances de mis peones. –un buen jugador de ajedrez sabe dominar la partida con los peones, ocupar el centro del tablero y comer al paso.
- Y para cuando llegue el jaque me habré aburrido de tanto ajedrez y desearé un parchís ("comernos una sola vez y contarlo veinte de lo bonito que nos aconteció") ¿Te acuerdas? -retrocede con su dama y busca las tablas ante un partida perdida-
- ... Me acuerdo, pero yo sólo juego al ajedrez. El que tira los dados es otro. ¿Te acuerdas? - por su cantada ahora la tenía en jaque y el mate estaba cantado-
- Eso va a ser, que tengo memoria de pez. -renunció a la partida
- Será... -checkmate-

Una tarde, él paseaba a solas por las calles del monopoli haciendo el obligado turismo monumental. Deambulaba por paseos sin árboles, se perdía en bulevares y sorteaba estaciones de metro sin rumbo fijo, sólo por acuchillar el tiempo. Larga caminata, infinita avenida poco avenida por lo que en breve le aconteció.
Caminaba por el callejero cubriendo del todo su rostro y su mirada al frente inútil de ver más allá de colores, líneas finas y arterias de vías de una ciudad sin descifrar. Andaba siguiendo los dibujos de las aceras, pendiente del ruido de coches y semáforos. Un auricular colgaba del cuello de su sudadera, también llegaba a oír la voz de Quique, le sonaba “a cara de perro”. Accidentado en un instante, el choque humano “tuvo lugar” junto a un banco bien avenido esta vez. Cayéndose el plano al suelo, él al banco y ella a sus pies. Los nervios del susto por el tropezón absurdo invadieron cada una de las calles de colores del callejero arrugado por la doblez en una docena de partes rectangulares. Tan recto el ángulo, tan llano se volvió. Coincidiendo las miradas. Los perdonas se alternaban. Lo siento se decían. Iba distraído. Y yo. Y yo. De veras que lo siento. No te preocupes. Sonreían.

- ¡Oye! Tú no eres de Madrid, ¿verdad? -le preguntó curiosa-
- Supongo que el mapa y mi acento me delataron, ¿no? -bromeó-
- Pues sí. -se rió sin apartar su mirada de sus ojos- Mi nombre es Johana. ¿De dónde eres?
- ¿Johana? –dijo embobado-


Hipnotizado por su rostro, aquellos labios pronunciados, su mirada inocente de ojos rasgados y profundos, su larga melena oscura brillante como el sol de aquella tarde y de un lado a otro de su mente, chocándose, sin querer, el nombre de Johana resonando en forma de canción…

- Ya tengo historia para el siguiente cuento.

4 comentarios:

Jara dijo...

y canción para tu protagonista
porque aunque las olas no se vean en el km0 del mundo se sienten porque se llevan dentro y retumban como los sentimientos y se escapan como las personas...

Y la sal se queda en las uñas que las mordisqueas al tiempo que la miras en el infinito y piensas... ¿por qué no pasaría en rojo?

Siempre pasará otro metro, el bus se volvió aburrido.

Y llegaran más historias y regresaran los recuerdos y sabrás que tanto Madrid como cualquier capital de tu existencia tiene la magia escondida en el alma de quien vive en ella y después la abandona.

Y te dejo una canción.
Quique Gonzalez e Ivan ferreiro.
VIDAS CRUZADAS.

Al arder la rama
Las estrellas ardieron también
Y una vez en calma, me largué

Quiero amanecer mañana
Como un loco después de las seis
En un hotel sin dramas, ésta vez

Vidas que dejé cruzadas
vienen encendiéndose
Vidas que dejé cruzadas
vienen persiguiéndome

Llevo todo el día en cama
Con el volumen de la tele al tres
Viendo caras largas de john wayne

Vidas que dejé cruzadas
Vienen encendiéndose
Vidas que dejé cruzadas
Vienen persiguiéndome

Lucha con un movimiento
Una luciérnaga azul y tú
para ya, ¿no ves que hay una luz
en el fondo de mi corazón?

Vidas que dejé cruzadas
vienen encendiéndose
Vidas que dejé cruzadas.
vienen persiguiéndome

Lucha, con un movimiento
Una luciérnaga azul y tú,
Para ya,¿no ves que hay una luz
en el fondo de mi corazón?


Nada más.
:)

Asesina dijo...

Me meterìa con vos...

Anónimo dijo...

Johana es la mejor del casting.

Perséfone dijo...

Los abrazos entre la multitud expectante al cambio de color parecían eternos, pero no. Los semáforos no son eternos, tienen tiempos limitados para unos y otros. Regulaban el tráfico de esa ciudad y también regulaban, en ocasiones, las demostraciones de cariño que de ella despertaban.

Ostras... Qué reflejada me veo en esa parte del texto.

Gran relato, Juan Antonio.

Un saludo.