Me senté a ver pasar el tiempo. Ése que cuando me sobra, me estrangula. En aquel café de espejos, el asiento más cómodo era el de los libros sobre las manos de aquellos desconocidos, los mismos que se citaban, indistintamente cada día, para leerse y no dirigirse ni una sola palabra. Éstas sólo resonaban en las mentes disfrazadas de gente de aspecto bohemio, mezcladas con cafés de sobremesa, solos, cortados, con leche, rara vez manchados. El tiempo pasaba y me asfixiaba. Las inspiraciones y respiraciones perturbaban la lectura silenciosa de los allí presentes. En mi cabeza, casi les oía decir: ¡llévate de aquí tu inestabilidad emocional, vomita esa afectividad acumulada o clama un abrazo sincero!
Pasado el tiempo, acabado mi café y desnudada la chica de enfrente, me dispuse a empezar un nuevo libro. Aquella tarde llevaba dos ejemplares. El que me había acompañado (y terminado) durante los viajes en metro hasta el café y el que pretendía iniciar “El día que murió Marilín”.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario