Dos días después, llovía… dos días después de que los
observadores de nubes pronosticaran que al día siguiente llovería. Hubo cierto
margen de error. (saben, ¿no?). Yo tampoco sabía que al día siguiente ya te
habrías marchado. Dos días después me encontré como aquellos tipos, mirando al
cielo, viendo pasar “sus” nubes, describiendo sus formas, anotando sus
tonalidades… dos días después llovía en mí y aquel fue un pronóstico por el
cual el mejor observador jamás hubiera apostado.
Yo no era de esos que salían a correr bajo la lluvia, ni
siquiera era de esos que salían a correr. Nunca. Prefería y prefiero leer.
Aquella tarde fue distinta. Aún así, salí. Distinto. Sabría que al volver el
libro seguiría sobre la cómoda, ésta junto a la cama y el marcador de páginas…
Dejé el baño listo para la vuelta. Salía a empaparme y lo
sabía. La situación de relax posterior supuse que era obligada en esas
condiciones físico-deportivas. Semicansado llegué, si existe el término (que no). La
meta en forma de vapor, pronto dio sentido a tanta carrera por los alrededores
de casa. La pantalla del celular empañada, evitaba dejar ver si había llamadas
perdidas o mensajes recibidos. Me alegré por ello y contuve las ganas un rato
más de conocer lo que una mitad y un cuarto de mi ser esperaba. Me sequé a
conciencia por cada rincón de mi cuerpo, haciéndome creer que antes me secaba
rápido y mal. Me puse el pijama, aquel que tanto te gusta, y fui a la
cocina. Un gran vaso de zumo de naranja y tres galletas. Seguía proponiéndome
no pensarte. Y corrí al dormitorio a escapar de ti en mi mente bajo las
sábanas. Cuando niño funcionaba. A todos nos pasó. Alguna vez. Pero aquel día
el monstruo que temía, no me dejaría vivir sin miedos en una sola noche. Según
Joaquín, era la primera de quinientas. Salí a respirar, encendí el flexo y abrí
el libro. Quité el marcador de páginas... y lo tenía justo por donde me dejaste.