- …
- Porque sí.
Pocas veces sé en que día vivo.
- Sí, es lunes. Eso si lo sé. Pero día del mes digo...
Miro el calendario que más a mano tengo. Normalmente, el que viene en el móvil. Después de conectar la alarma para nunca levantarme es lo que más uso, el calendario. Ver pasar los días en él y no saber que día es. Poner la alarma, despertar sin ti y alarmarme de otro amanecer en el que no estás y sin saber qué día es.
Un billete para Madrid a las…
- Sí, otra vez a Madrid. Tengo entrevistas. ¿Qué te pensabas que iba por amor?
Asiento 26. El bus está medio vacío o medio lleno. Me siento en el 29, ventana, para ir solo. Mejor que mal acompañado.
Durante incontables paradas voy ocupando asientos que no son el mío. Esta vez la pausa del camino es para comer. O para retrasarnos otro ratito. Veinte minutos escasos. La gente come rápido, quiere llegar ya. Sube todo el mundo y quedo de los últimos. Vuelvo al asiento que no me pertenece. Allí, una chica ocupa ese asiento. Puede ser el suyo. Así que ocupo el del lado del pasillo.
- ¿Prefieres ventana? – me pregunta educada.
- No, no te preocupes. – respondo igual de educado.
Creo que es la morena que estaba antes delante de mí. Sí, es ella. En la parada anterior se le sentó al lado un “mal acompañante”. Suele pasar. Nadie quiere viajar al lado de alguien que fuma, y aún menos cuando en el bus está prohibido hacerlo.
Normalmente viajo solo. Tengo suerte, supongo. Si no me toca la típica persona mayor. Siempre mujer. Y sí, suena muy típico pero es así.
Reanudamos el viaje. No puedo evitar observarla. La tengo demasiado cerca. Es inevitable. Ella hace lo mismo. Intercambiamos pausas para observarnos. Cuando se te sienta alguien al lado, o te toca porque el bus está lleno, la intención de uno es ir a lo suyo y hacer creer que tener un desconocido a diez centímetros de ti durante cinco horas es algo normal. Y lo es. Salvo en los viajes que duran menos de cinco horas.
Ojos grandes, enormes, soberbios. No aprecio el color, pero oscuros son. Su pelo es largo, moreno, algo rizado. Me resulta despeinado. Observo sus manos y en sus dedos veo sus ojos. Sus uñas son de purpurina. En sus ojos su piel es fina. En los míos, morena. Oscura, negra. Como sus ojos en mi cabeza, grandes y negros. Me parece perfecta.
Un “love” de corazón lleva por almohada. Un corazón rosa con esa inscripción. En su ropa detalles “pink” son una constante, resulta cursi. Yo también debo serlo porque lleva un corazón por almohada y me parece una monada.
Le acompaña “La casa de los espíritus” de Allende… cuando yo me leí ese libro ella estaba aprendiendo a leer. Durante el camino, apenas lee. Lleva diez páginas escasas. Prefiere el móvil. Lo manosea. Llama y mensajea. A ratos cabecea. Quiere dormir mientras escucha su música, quiere dormir.
En una de sus muñecas viste nueve estrellas iridiscentes de pulsera.
Tiene frío. No se pone la sudadera rosa, se arropa con ella. Cubre sus pechos. Son como sus ojos. No le asustan los túneles ni las bajadas empinadas. Quiere dormir.
Nuevamente hacemos un stop en el camino. Los asientos que ocupamos ya estaban reservados, así que nos levantamos. Me pierdo en el estrecho pasillo del bus. Me encuentro. Hay libre un asiento. Y otra vez pasillo. En la ventana, ella también. Me encantan los pasillos. Hago recuento. Y sé que ya no habrá más paradas. Asientos 23, 25, 27 y 29. Las ventanas son los impares. Es lo que ella prefiere pero se pierde el paisaje.
Lleva una vaca con ruedas por maleta. En sus pies, guantes de calcetín y sus deportivas de Roxy y pink.
Visionan una película en el bus. La última vez que bajé pusieron el mismo film. Me fijo en sus auriculares. Son curiosos, casi tanto como yo.
- ¡Ah! Y la chica rubia del asiento del otro lado del pasillo es clavadita a mi ex-.