viernes, septiembre 02, 2011

sinrazón


Escasamente los separaba un metro. Se daban la espalda ajenos el uno del otro, salvo por los estornudos ocasionales de ella y la tos seca de él. Sentados en aquellas incómodas sillas de biblioteca, se ocupaban cada uno de lo suyo. No se imaginaban que ambos estaban deseosos, de igual manera, por el otro, por cruzarse las miradas, por verse las caras y calmar esa curiosidad instintiva que les distraía, a ratos, de sus tareas.
Él repasaba unos textos de M. Foucault, esa tarde un grupo exponía para la clase un trabajo que había preparado sobre “Historia de la locura en la época clásica” y quería, también él, prepararse para el posterior debate. Ella analizaba con milimetrado cuidado una minúscula fotocopia de un libro sobre leyes judiciales. Él, de una ojeada rápida hacia atrás, advirtió un diccionario de italian-spagnolo, ¿sería una de esas chicas Erasmus?
Pasado un rato, en el cual él se había prometido no distraerse más y ponerse a lo suyo, a lo que había venido hacer a la biblioteca, se centró en la filosofía de autor y no quiso pensar en qué perfume usaría. De repente, ella se levantó. Él escuchó como la silla se arrastró por el suelo de madera. Inmóvil esperó que su cuerpo rebasara su posición, poder admirarla desde el anonimato, desde atrás. Pasó a firmes zancadas, segura, creyente de que había sido la primera en mover pieza, en haberse expuesto ante él. Eso pensaba ella, a sabiendas que luego volvería y tendrían que cruzarse inevitablemente las miradas. Si era aficionada al ajedrez, movía muy rápido e inteligentemente sus piezas. El chico la vio pasar, ingresando en su mente de manera fiel cada detalle de su cuerpo de espaldas por la ida. Llevaba unos jeans de pitillo azul marino, con unos pequeños rotos a la altura de sus nalgas, justo donde empezaban sus largas piernas. Calzaba unas manoletinas de color verde botella, con un lacito beich en los laterales de éstas. Se cubría la espalda con una chaqueta del mismo color que sus zapatos. Le daba un aire informal de ejecutiva de cotos de caza y parques naturales. Parecía llevar anudado un pañuelo con motivos otoñales en el cuello. Luego, su pelo largo y castaño, bailaba al son de sus pasos. La filosofía que leía no tenía sentido en la vida, si ésta no se vivía con la pasión e interés que él estaba viviendo aquellos instantes. Se apresuró a salir también cuando ella dobló la esquina para abandonar la sala. Quería sorprenderla, no esperar su regreso sentado en aquella silla. Quería coincidir, ser él quién avanzará en la siguiente jugada, posicionándose con un movimiento inesperado que la desconcertara. Salió de la sala, miró a su izquierda, a su derecha… no había nadie. En el hall de la biblioteca la gente no permanecía, salvo para el préstamo de libros o revistas de investigación. La gente salía del edificio, a tomar el aire, a fumarse los cincos minutos de descanso. Volvió a mirar, ahora desde la puerta de salida. La vio bajar las escaleras, yendo decidida hacia un Volvo S40 blanco aparcado en la acera de enfrente, en doble fila, con dos chicos apoyados sobre el capó y dirigiéndose risas mientras ella se acercaba a ellos. El tiempo se paró cuando ella se aproximó demasiado, para él, a uno de los chicos. Ése le colocó su brazo derecho por el hombro, tocándole cuidadosamente su pelo castaño y jugando con él, enredándolo en sus dedos. Ella se apresuró y le besó en los labios.
El chico aún estaba quieto, no se había movido, estaba boquiabierto, decepcionado y demente, bien podría haber sido un absurdo ejemplo de una historia de la locura en la época clásica, bien podría haber sido porque era toda una “sinrazón”. La ilusión ingenua que había sentido, no le había hecho pensar en esa opción. Nadie se imaginaba que la Dama retrocedería, que volvería junto a su Rey y reforzaría el enroque impenetrable y la desgana de éste ahora hacia una partida que le había entusiasmado segundos antes.
Ella retiró el brazo del chico y volvió la mirada hacia la puerta del edificio suplicándose para que el chico que se sentaba atrás de ella no hubiera salido en su busca, que no sintiera la necesidad de una calada, que no fumara, que no quisiera tomar el aire ahora que ella ya no estaba a un metro de él, estornudando y haciéndose oír. Pero no fue así. Sus ruegos no se escucharon en la décima de segundo que tardó en girarse sobre sí misma. Su gesto cambió instantáneamente cuando le vio allí de pie, mirándola. La ilusión de ella se había ensombrecido por un inoportuno movimiento. En ajedrez lo único que podía salvarla era una perdida desmedida de piezas. Dejarse comer las más valiosas. Prescindir de una Torre, dos Caballos, un Alfil y varios Peones. Igualar en el metro de tablero donde se había iniciado la partida, el traspié ocurrido en su flanco izquierdo. Era eso o rendirse ante él. Otra “sinrazón”.

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