Casi sin pensarselo mucho le llevo a su guarida. El día de caza había sido fructífero. La pieza había resultado ser más apetecible viva que muerta.
En lo alto de aquella colina se suspendía a vista de hormiga su ático sin vistas.
Le arrastró todo el camino agarrándole sus pieles frías por la humedad a la salida del coto. Al llegar a la entrada principal de su propiedad, verse reflejada junto a él le supuso una dosis de incertidumbre. Aún así, no dudó ni lo preciso en estos casos. Subiendo pensaba en un plan provisional. Algo de sonoridad que amenizara y un refrigerio para que él saciara su sed (por ella).
Le tenía allí, fue la presa elegida. Le observaba mientras le oía platicar sobre la opinión que le concedía aquella lámpara de pie redondo de estilo bauhaus. Que no dejara de sonreír le llamó la atención. Ella había pasado algo más de dos semanas buscándose una mueca. Todo porque su última montería había acabado con una destitución radical a la altura de su corazón. Parece ser que diez meses basculando habían sido excesivos.
Su sonrisa y su fina barba contrastaban con la mirada miope y cada vez más sobria. Fue entonces, cuando se percató de que el trofeo de caza menor había resultado ser de caza mayor, era demasiado grande para aquella pared. Esta vez la (no-)fiel lámina de la Gran Vía madrileña tendría un invitado con el que aguardar ser colgada.
La ausencia de jaulas se disimulaba con la libertad limitada que le ofrecía. No hizo falta atarle. Sabía que necesitaría de sus manos para olvidar. Le concedió el placer de compartir sus sábanas. Él no se negó. El inimaginable camino hasta allí no hubiera tenido sentido. Más tarde se dio cuenta que todo dejaría de tenerlo porque sin imaginarselo la presa, por fin, se sintió cazada. Y la cazadora... enamorada.
martes, marzo 31, 2009
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